3.6.13

Un mercado al aire libre y cierre de la aventura

Aún así, por la mañana el jueves, antes de iniciar el periplo de regreso a casa, pudimos acercarnos al Kensington Market, la parte más activa, bohemia y alternativa de la capital canadiense, declarada Patrimonio histórico del país desde 2006. Parece ser que cuando la primavera y el buen tiempo se empieza a instalar en la ciudad, la estética y el espíritu de Kensington rompe con el tono sombrío de Toronto: En el mercadillo callejero y las tiendas de comestibles descansa una parte importante de la esencia de este lugar. Se nota, acaso por encima del resto de países, la impronta latina, al menos en lo tocante a gastronomía: probablemente sea el lugar donde comer -a buen precio- las mejores arepas de la ciudad y comprar todo tipo de quesos. Las tiendas de ropa también están muy solicitadas. Sobre todo, las de segunda mano y estilo retro.


 
Reina en Kensington, precisamente, cierta obsesión por el pasado. Quizá porque conforma una de las áreas más antiguas de Toronto y cuenta todavía con edificios levantados a finales del siglo XIX, lo que tratándose de una ciudad extremadamente joven como ésta es mucho decir. En sus orígenes -allá por 1880- el barrio congregó a las primeras remesas de inmigrantes escoceses e irlandeses que llegaron a la ciudad. Durante las tres primeras décadas del siglo XX, los judíos procedentes de Europa lo hicieron suyo hasta que, a partir de 1950, se fueron mudando a zonas más prosperas, dejando su lugar a los habitantes de las Azores que huían de la dictadura de Salazar. Desde entonces, la llegada de inmigrantes se intensificó. Primero, caribeños y asiáticos; y más tarde los procedentes de África, Sudamérica, Centroamérica y Oriente Medio, con quienes se terminó de conformar la amalgama actual.
Los negocios del distrito son independientes y familiares, ya que las grandes firmas no han conseguido extender sus tentáculos por la zona -al menos no en forma de establecimientos-. Hay un acuerdo tácito entre barrio y ciudad para que este extremo se respete, aunque la polémica siempre está latente. En el año 2002, Nike abrió una tienda en el corazón de Kensington y enseguida comenzaron manifestaciones, conciertos y performances de protesta, realizadas por una parte de la comunidad. La franquicia resultó un fiasco y desde entonces ninguna gran firma lo ha vuelto a intentar.
 
Kensington es el lugar de los artistas y escritores, el de los estudios de fotografía y las galerías de arte. Flota cierto tufillo hipster, es cierto, y con frecuencia algunos locales caen en la extravagancia, en forma de creperías vegetarianas, por ejemplo, pero esto se debe más a su espíritu ecológico que a otra cosa.
 
También es el vecindario con menor tráfico de Toronto. Según el censo del Ayuntamiento, más de la tercera parte de los habitantes de Kensington acude andando al trabajo. Además, el último domingo de cada mes, tres de las calles principales que cruzan el vecindario (Augusta, Baldwin y Kensington) quedan cerradas a los coches para levantar un mercadillo callejero que incluye bailes, teatro y música.
 
(Jorge Martínez, El barrio bohemio de Toronto, artículo publicado en El País, el 3 de abril de 2013)

 A continuación, toda una retahíla de aviones, taxis y más aviones hasta nuestra llegada a España, un día más tarde. Sin embargo, tuvimos tanta suerte en todo momento que realmente aún no me lo creo. El vuelo de salida desde Toronto a Nueva York llegó con casi una hora de adelanto, lo que nos permitió desplazarnos con holgura desde Newark hasta el aeropuerto de JFK, tomar las maletas de la consigna y esperar el siguiente vuelo a Madrid. Unas cuantas horas después pisábamos tierras compostelanas con todo lo puesto, con ganas de comer tortilla y recuperar sueño perdido. Aún quedaba un largo fin de semana para poder recuperar fuerzas y dejar que todos los paisajes, experiencias y aventuras quedaran impregnados en nuestro personal libro de recuerdos.
 

Una buena manera de morir

El miércoles, temprano, salimos hacia las cataratas Niágara con Nathan al volante –sí, como los ‘hot dog’ de Coney Island- el conductor de un mini bus en el que íbamos solos, quien nos fue explicando con gran excitación toda la historia de la zona. Finalmente contratarle fue la opción más barata entre todas, ya que la excusión abarcaba un par de puntos de interés a mayores: pudimos admirar la vista desde la torre situada  justo frente a las cataratas y, en el camino de vuelta, paramos a degustar los mejores vinos de la zona en una bodega muy particular.
 

 

En las propias cataratas nos encontramos con un intento de suicidio, que mantuvo acordonada la zona más bonita de la caída de agua durante toda la mañana, por lo que no pudimos acceder para hacer fotos, pero aún así nos  quedamos impresionados por su belleza, la fuerza del agua, todo el paraje nevado, el puente que separa ambos estados, Nueva York y Ontario, el lado canadiense y el americano... Fue una vista totalmente diferente a lo que esperábamos encontrar, imagino que las guías turísticas venden la zona con imágenes de verano o primavera, con el campo verde y brillando el sol. Nada que ver con lo que veían nuestros ojos, pero nada despreciable de esta otra manera. Si hay que ponerle alguna pega, inevitablemente el frío que hacía, ya que alcanzamos temperaturas negativas durante los días que estuvimos en Canadá.
Nos llamó la atención que desde principio de siglo XX, muchos intrépidos aventureros quisieron dejar su impronta en la historia de las Niagara Falls y llenaron los periódicos con días señalados en los que se tiraban agua abajo metidos en barriles de madera primero, y de acero u otros materiales con el paso del tiempo. Algunos lograron llegar indemnes a su destino, pero muchos otros murieron en el intento.
En la bodega, ya de regreso, me llamó la atención una especialidad hecha con las cepas congeladas, de las cuales extraen dos gotas de líquido de cada una de las uvas. El resultado es una especie de vino dulce, más espeso que al que estamos acostumbrados, pero muy bueno, en ambos sabores que probamos, el normal y con cierto toque a frutas del bosque, pero claro, de precios prohibitivos.  Me parece que sean alguna zona de Alemania también lo comercializan, pero nunca había oído hablar de él.
Por la tarde, aún nos dio tiempo a visitar el AGO (Art Gallery of Ontario) con una galería superior, tienda y restaurante diseñados por el arquitecto americano, Frank Gehry. Descubrimos la pintura de algunos artistas canadienses donde el estilo pop-art y los colores planos y primarios los aplicaban a estampas invernales, admiramos algún cuadro de Monet, Modigliani, Chagall, Picasso y pudimos acceder a varias exposiciones puntuales: una retrospectiva de la obra fotográfica de Patti Smith, otra sobre el Renacimiento y una exposición de fotografía de un artista checo. Para finalizar la visita me compré una pulsera muy original diseñada por un artista canadiense. Parece un tenedor de plata retorcido con unos sutiles apliques de piedra.
 

Pero nuestra visita a Canadá la quisimos rematar con algo realmente especial, y por eso fuimos a cenar al restaurante mirador de la CN Tower. Unas vistas maravillosas de toda la ciudad de Toronto, ya que en esta ocasión no nos dio tiempo a  patear mucho de la ciudad. Una visión de 360º mientras degustábamos platos típicos del país.
 

Un salto al Canadá

Al día siguiente, martes, viajamos a Toronto. Después de un buen madrugón logramos dejar las maletas en Consigna del JFK y embarcar rumbo a Canadá. Si, un nuevo sello en nuestro pasaporte, y un frío helado al llegar nos dio la bienvenida. La anécdota la tuvimos al entrar, en la entrevista con la policía montada del Canadá (pero sin montar, no es plan tener caballos dentro de un aeropuerto...), que no se creía que lleváramos viajando un par de semanas por Estados Unidos con tan solo una mochila.


-          ¿Qué venís a hacer a Canadá?
-          Ver las cataratas.
-          ¿Y cómo tenéis pensado ir?
-          No tenemos ni idea, miraremos cuál es la mejor opción, si bus o tren.
-          ¿En serio?. En fin -escaneo de arriba abajo con la mirada- Podéis pasar.

Nos estuvimos riendo todo el viaje en taxi hasta el hotel.  A una muchacha con rasgos orientales que estaba por delante de nosotros en la cola de Aduanas, poco más y le hace desnudarse después de haberle abierto todas las maletas, los neceseres, bolsos, enseñado facturas, etc. Nosotros debimos caerle en gracia, o simplemente, no quiso aventurarse a oler la ropa sucia acumulada en la mochila desde hacía dos semanas...
 
El hotel estaba ubicado en pleno centro de Toronto. Tras una breve siesta, en la oficina de Turismo más cercana preparamos nuestra excursión a las cataratas y una reserva en el mirador de la CN Tower y después preguntamos por los hitos destacados de la ciudad. Nuestro objetivo en Toronto eran las cataratas así que todo lo que viniera a mayores sería un regalo, pero sobre todo deseábamos calma, ver sin prisas. Y casi sin querer disfrutamos de un musical al mejor estilo de Broadway en uno de los teatros más bonitos que he conocido: The Wizard of Oz.


Breakfast in Tiffany's

El lunes era el único día al completo que pasaríamos en Nueva york, y por lo tanto, en Brooklyn, que era la única parte que nos quedaba por ‘patear’, pero antes teníamos algo que hacer en Manhattan: visitar Tiffany’s y el colmado de Dean & Deluca, tal y como lo recordaba de la serie Felicity en mis años universitarios. Un pequeño trayecto en metro y ya estábamos en el Soho para cumplir uno de los sueños de mi madre, pisar en su nombre la joyería más famosa y fotografiada de la historia de NY. No me sentía la protagonista de Desayuno con diamantes, pero si un poco pobre al ver los precios de alguna de las piezas. Aún así, logramos un buen precio para dos regalos destinados a nuestras progenitoras bajo la mirada atenta del vigilante de seguridad. Acto seguido tomamos de nuevo el metro.
Esta vez, tras un recorrido un poco más largo,  llegamos a Coney Island con la intención de probar el perrito caliente más famoso de la ciudad, en Nathan’s. La comida no quedará en nuestra memoria durante mucho tiempo, pero agradecimos la visión del mar y el espectáculo del parque de atracciones más cinematográfico del mundo. Aún así, esperaba algo más rocambolesco y antiguo, pero me encontré un circuito de diversión muy parecido a los que estamos acostumbrados a ver.


La vuelta la hicimos por Prospect Park, la biblioteca local y regreso al puente más famoso de Nueva York para admirar el skyline de Manhattan. Creo que conseguimos unas buenas imágenes que pasarán a formar parte de nuestra colección privada de fotografías de viajes.
 

El Unión Hotel in Brooklyn parecía mejor de lo que en realidad fue, se escuchaba el trasiego de otras habitaciones y éstas eran demasiado pequeñas. Teníamos  que ir a desayunar a un bar típicamente americano, con las típicas camareras americanas, y el desayuno típico americano. Por cierto, mira que comen mal estos americanos. Nuestra dieta a lo largo del viaje se basó en comida italiana, que nunca falla, aunque íbamos alternando con compras frugales en el supermercado para poder depurar de vez en cuando de tanta pizza y hamburguesa.

Sin embargo, la buena ubicación del hotel nos permitió también visitar el sur de Manhattan y Brooklyn con total comodidad. Creo que lo organizamos bien en ese sentido. Aprovechamos la localización céntrica del NH para visitar los barrios y zona norte de Manhattan,  y el de Brooklyn para la parte sur. Totalmente recomendable.