16.2.10

New York,1950

El reloj de pared marcaba las tres y veinte. El ángulo que hacía caer a la aguja más larga eran los minutos que pasaban de la hora acordada. Decidió dedicarle algunos más, por eso de que la esperanza es lo último que se pierde, y ella aún la mantenía. Esperaba verle aparecer de un momento a otro por la puerta del Café, ataviado con gabardina y sombrero, apurado por el retraso, como la primera vez que le vio.

Lo había conocido en el trabajo, una mañana de noviembre, ya en el ocaso del otoño. Su jefe les había reunido para adelantarles la visita de unos clientes muy importantes, destacados arquitectos de Chicago, que requerían sus servicios. El negocio no iba muy bien tras años de convulsión social y política, necesitaban esta oportunidad y no podían arriesgarse a que saliera mal.

Cuando terminó la reunión aún tenía la cabeza llena de tareas pendientes: rematar las cuentas anuales, enviar las cartas de los socios, ah¡ y recoger la ropa de la lavandería, no debía olvidarse. Apenas se percató de él cuando le entregó su gabardina: "Muchas gracias señorita, espero que nos volvamos a ver pronto".

Y se volvieron a ver, no sólo en la oficina, sino en el cine, en el teatro y en el Café. Ese mismo local poco iluminado y triste que comenzaba a vaciarse, ahora que el reloj de pared marcaba las cuatro y media de la tarde.