12.11.10

El piano

Toda la vida había ocupado un rincón de la sala sin que llamara la atención. Las motas de polvo se acumulaban sobre su tapa sin que nadie se atreviera a retirarlas, como si el hecho de limpiarlas restara categoría y solemnidad al instrumento. Generación tras generación veía pasar el tiempo, como se aflojaban sus cuerdas, perdía el brillo del barniz, se astillaba la madera de los chapados, se apagaba su voz.

Una mañana sintió un escalofrío, casi doloroso. La presión de unos dedos fuertes y contundentes contra las teclas que arrancaban notas como si despertara de un eterno letargo. Las cuerdas se tensaron, recibieron el golpe del martillo que casi había olvidado su función, adormecido por las horas muertas del estudio. Tras la sorpresa inicial, volvió la calma, la oscuridad, el silencio. Pero aquellas manos volvieron días después, no sólo a acariciar sus teclas, sino a revisar su interior, a sustituir las piezas desgastadas, a afinarlo, a pulirlo. De repente la habitación se llenó de color, de luz, de alegría, y el piano, recuperado de sus años de abandono, interpretó para él la más bella de las sinfonías.