El miércoles, temprano, salimos hacia las cataratas
Niágara con Nathan al volante –sí, como los ‘hot dog’ de Coney Island- el
conductor de un mini bus en el que íbamos solos, quien nos fue explicando con
gran excitación toda la historia de la zona. Finalmente contratarle fue la
opción más barata entre todas, ya que la excusión abarcaba un par de puntos de
interés a mayores: pudimos admirar la vista desde la torre situada justo frente a las cataratas y, en el camino
de vuelta, paramos a degustar los mejores vinos de la zona en una bodega muy
particular.
En las propias cataratas nos encontramos con un intento de suicidio,
que mantuvo acordonada la zona más bonita de la caída de agua durante toda la
mañana, por lo que no pudimos acceder para hacer fotos, pero aún así nos quedamos impresionados por su belleza, la
fuerza del agua, todo el paraje nevado, el puente que separa ambos estados,
Nueva York y Ontario, el lado canadiense y el americano... Fue una vista
totalmente diferente a lo que esperábamos encontrar, imagino que las guías
turísticas venden la zona con imágenes de verano o primavera, con el campo
verde y brillando el sol. Nada que ver con lo que veían nuestros ojos, pero
nada despreciable de esta otra manera. Si hay que ponerle alguna pega,
inevitablemente el frío que hacía, ya que alcanzamos temperaturas negativas
durante los días que estuvimos en Canadá.
Nos llamó la atención que desde principio de siglo XX, muchos
intrépidos aventureros quisieron dejar su impronta en la historia de las Niagara
Falls y llenaron los periódicos con días señalados en los que se tiraban agua
abajo metidos en barriles de madera primero, y de acero u otros materiales con
el paso del tiempo. Algunos lograron llegar indemnes a su destino, pero muchos
otros murieron en el intento.
En la bodega, ya de regreso, me llamó la atención una especialidad
hecha con las cepas congeladas, de las cuales extraen dos gotas de líquido de
cada una de las uvas. El resultado es una especie de vino dulce, más espeso que
al que estamos acostumbrados, pero muy bueno, en ambos sabores que probamos, el
normal y con cierto toque a frutas del bosque, pero claro, de precios
prohibitivos. Me parece que sean alguna
zona de Alemania también lo comercializan, pero nunca había oído hablar de él.
Por la tarde, aún nos dio tiempo a visitar el AGO (Art Gallery of
Ontario) con una galería superior, tienda y restaurante diseñados por el
arquitecto americano, Frank Gehry. Descubrimos la pintura de algunos artistas
canadienses donde el estilo pop-art y los colores planos y primarios los
aplicaban a estampas invernales, admiramos algún cuadro de Monet, Modigliani,
Chagall, Picasso y pudimos acceder a varias exposiciones puntuales: una
retrospectiva de la obra fotográfica de Patti Smith, otra sobre el Renacimiento
y una exposición de fotografía de un artista checo. Para finalizar la visita me
compré una pulsera muy original diseñada por un artista canadiense. Parece un
tenedor de plata retorcido con unos sutiles apliques de piedra.
Pero nuestra visita a Canadá la quisimos rematar con algo realmente
especial, y por eso fuimos a cenar al restaurante mirador de la CN Tower. Unas
vistas maravillosas de toda la ciudad de Toronto, ya que en esta ocasión no nos
dio tiempo a patear mucho de la ciudad. Una
visión de 360º mientras degustábamos platos típicos del país.
No hay comentarios:
Publicar un comentario