Acababa de llegar a la ciudad. Sola, por primera vez, sintió lo que significaba la palabra fragilidad, el alma de un gorrión en las manos de un gigante. Iba sin rumbo fijo, amparada por la multitud que la arrastraba, preguntándose si aguantaría mucho en aquella maraña de edificios vacíos, de calles abarrotadas, señales de prohibido y ruido, mucho ruido… la inquietud que experimentaba la gente de su alrededor no acompañaba los latidos de su corazón, a punto de aletargarse. Una paloma pasó por delante sin percatarse de ella en su alborozado vuelo. La vio dirigirse hacia un callejón apartado. Sin pensarlo la siguió, creyendo que sería mucho mejor perderse en el silencio. Y entonces la encontró, sentada en un banco destartalado. Las nubes corrían con miedo en el cielo, apuradas por el viento que las perseguía. Llovía. Era un hada disfrazada de anciana. Ella continuaba sentada, serena, en su banco. A su alrededor, cientos de palomas se dejaban mimar. Con cariño, les ofrecía pan mojado, alimentando sus frágiles cuerpecillos. De nuevo esa palabra en su mente. Permaneció incontables minutos mirándola, empapándose de su ternura, de sus arrugas, de su experiencia olvidada, compartiendo aquel momento, envuelta en humedad, mientras su corazón comenzaba a latir de nuevo. Las aves revoloteaban, tropezaban entre ellas por un pedazo de alimento, el tiempo se paró sólo un segundo.
Justo encima de la mujer, apenas adivinado en un balcón con flores marchitas por el descuido de alguien, un cartel anunciaba su alquiler. Y lo supo. Aquel sitio era suyo, ya tenía nombre, allí sería feliz, sería capaz de curarse de ausencias, de no volver a echar de menos, a ser ella misma. Se acercó a la puerta con la intención de llamar… y tímidamente, comenzó a salir el sol.
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